jueves, 31 de marzo de 2011

Cine fórum en CNT Málaga

Viernes 1 de abril a las 19.30. La historia de una prisión que fue sinónimo de castigo y sufrimiento. Se empezó a construir en 1902. Los presos llegaban tras un mes de viaje. Los recibían la desolación y el frío. Perón la cerró en 1947 por "razones humanitarias" José Domínguez había jurado una y mil veces no ir a lo que llamaban "la tierra maldita". Había asesinado, sí, había sido condenado a 25 años de cárcel también, pero no estaba dispuesto a ir a la nada. Sin embargo, su día llegó: el 12 de febrero de 1926 lo sacaron de su celda, la 554 de la Penitenciaría Nacional, y lo prepararon para el viaje. Le pusieron grilletes en los tobillos y se los unieron con una barra que le impedía dar pasos largos, todo remachado con clavos. Entonces tomó una resolución que nadie podría cambiar. Sumiso, Domínguez se dejó llevar al puerto sin resistirse. Lo pusieron en la fila de los presos que serían trasladados y esperó. Cuando le llegó el turno de cruzar la planchada hacia el barco "Buenos Aires", actuó: antes de que pudieran impedírselo, se tiró al río. El peso de los grilletes lo hundió al fondo del agua, de donde jamás volvió. Así fue cómo evitó que lo llevaran al penal al que nadie quería ir. Se lo conocía como el Presidio de Ushuaia o la cárcel del Fin del Mundo. Ahora se cumplen 100 años de su fundación, pero ya sólo funciona como museo. La piedra fundamental se colocó en 1902, en una ceremonia de la que hoy sólo quedan fotos en blanco y negro donde se ve gente de riguroso uniforme rodeada de mucha tierra y mucha agua. Hasta marzo de 1947, cuando Juan Domingo Perón decretó su cierre por razones humanitarias, la cárcel protagonizó una doble historia. Por un lado, presos que morían aislados. Por el otro, un pueblo que vivía de ellos. La decisión de crear el penal de Ushuaia también se tomó por "razones humanitarias". Pero, en ese caso, fue porque resultaba insostenible mantener el aún más cruel presidio militar de Puerto Cook, ubicado en la desolada Isla de los Estados. Los presos empezaron a ser trasladados a Ushuaia y, al poco tiempo, la experiencia entusiasmó a las autoridades. "De las diez mujeres presas, se han casado seis, tres con presos y otras tres con habitantes ya establecidos. Esto da la medida de lo que se obtendría el día que el establecimiento funcione", le escribió el gobernador al ministro de Justicia, Osvaldo Magnasco. Con esta evaluación, y la expresa intención de "poblar la región para asegurar la soberanía", se resolvió construir el penal de Ushuaia. Para eso, primero se pidieron presos que quisieran viajar al sur. Luego se los empezó a enviar compulsivamente. El criterio que se seguía para elegirlos fue variando, pero al principio se los seleccionaba analizando "su historia criminológica, tipo de delito cometido y la conmoción que habían producido en la sociedad". Así llegaron a Ushuaia asesinos como "El Petiso Orejudo", Simón Radowitzky y Mateo Banks. Los presos eran trasladados hasta allí en las bodegas de distintos buques. Durante el viaje, que duraba un mes, iban con los pies engrillados y sólo tenían un recipiente para hacer sus necesidades. El humo del carbón de los motores hacía que llegaran a destino cubiertos de tizne y tosiendo negro. Lo que los esperaba era aún peor. A un viento que atravesaba el cuerpo y unas temperaturas que congelaban el pensamiento, se sumaba la obligación de construir la cárcel que los albergaría. Varias generaciones de presos, desde 1902 hasta 1920, tuvieron que encargarse de la tarea. Al llegar, los penados eran bañados y afeitados. Sólo los condenados por delitos leves estaban autorizados a llevar bigote. Enseguida se les entregaba las que serían sus únicas pertenencias durante el encierro: traje a rayas negras y amarillas para trabajar, traje para días feriados, colchón con 10 kilos de lana lavada, cubiertos, cuatro sábanas, dos calzoncillos, útiles de escuela y un metro. Después, a trabajar. Lo primero que se hizo fue poner a funcionar una cantera propia, desde la que se llevaba la piedra a la obra con un trencito que corría sobre rieles de madera. Así se levantó una cárcel con cinco pabellones dispuestos en forma radial y 380 celdas de dos metros por dos. El resultado fue descripto por los testigos de la época como una "enorme masa de piedra gris, con muchas edificaciones menores colocadas en forma desordenada". Esas edificaciones menores eran los talleres en los que empezaron a trabajar los presos apenas terminó la obra principal: el de ebanistería —hacían cofres, bastones y tapas de libros—, el aserradero, la herrería, el astillero, la fábrica de escobas, la sastrería y el lugar donde arreglaban el tren. El tren era parte fundamental de la vida de la cárcel. En él, los presos partían cada mañana hacia el Monte Susana, donde aserraban leña para la calefacción del presidio y para realizar obras públicas. Estaban obligados a mantener el muelle de la ciudad, a hacer el tendido de calles y de la red de agua pública. Y también a divertir al pueblo: la banda de música del penal, formada por presos como "El Petiso Orejudo" —asesino serial; tocaba el bombo—, desfilaba cada fin de semana por Ushuaia. Hacia 1919, ése era el único pasatiempo que tenían los 500 habitantes de la ciudad y los 550 detenidos. La mayoría de los presos rogaba que le asignaran una tarea. Cualquier cosa era mejor a quedarse en las celdas, muertos de frío y de aburrimiento. De hecho, uno de los castigos que se aplicaban era la prohibición de trabajar. El penado quedaba todo el día encerrado en su celda, a pan y agua, con las ventanas tapadas. Muchas veces los mojaban y los encerraban en la oscuridad. O los hacían desfilar a medianoche entre dos hileras de guardias armados con cachiporras y palos, recorrido del que sólo se salía muerto o desmayado. Para 1930, una o dos veces por semana los vecinos de Ushuaia veían un ataúd atravesando la ciudad rumbo al cementerio. El 54 por ciento de los presos estaba enfermo. Una simple caries terminaba en una boca desdentada. Un par de años en el penal marcaba los rostros de los presos como si se tratara de décadas. Fue el comienzo de una década de terror, dominada por un alcaide de apellido Faggioli, que recién terminó cuando llegaron los primeros presos políticos y denunciaron lo que pasaba. "Aquí, si no anda el garrote, no es posible mantener la disciplina. Así se mueren más rápido. ¡Para la falta que hacen!", se justificaba el jefe del penal. La fuga era más que una utopía. Bosques y montañas impenetrables, el mar helado y el intenso frío eran los guardianes más eficientes. Todo preso que escapaba sabía que lo máximo a lo que podía aspirar era a pasar unos días en libertad. Aun así, nunca dejaron de intentarlo. Como lo hizo el ladrón Nievas, que consiguió un traje de marinero para disfrazarse y escapar. Se escondió en el campanario de la iglesia de Ushuaia y cada noche bajaba a la sacristía para tomarse las botellitas con agua bendita. Hasta que el cura se dio cuenta y se las escondió. Tuvo que empezar a salir a la calle para no deshidratarse y así lo detuvieron. Entonces comprendió que el único método efectivo para no volver a ese penal era aquel que había inaugurado José Domínguez años atrás.

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