lunes, 19 de enero de 2015

La experiencia anarquista: Colectivizaciones en España (1936-1937)

RESUMENUn contexto de guerra y destrucción nos revela, en su más íntima existencia, una obra magnífica de construcción. El anarquismo español ha desarrollado, en medio de una cruenta Guerra Civil (1936-1939), un admirable proceso de Revolución: la colectivización agraria e industrial.
Si hubo un momento y un lugar en la Historia, en que el anarquismo se manifestó más allá de toda utopía, de todo sueño, fue en los primeros meses de la Guerra Civil en España (julio de 1936-agosto de 1937). Como ensayo fraccionado y condicionado por las circunstancias, no obstante las colectividades industriales y agrarias de la España republicana fueron la concretización efectiva de un pensamiento ideal que fue muchas veces subestimado por los políticos contemporáneos. La mayor parte de la obra colectivizadora española fue precedida por proyectos anteriores a la guerra que difundieron los anarcosindicalistas y anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y la FAI (Federación Anarquista Ibérica). Una premisa fundamental que posibilitó el trabajo anarquista durante el penoso fratricidio español, fue el lema “La Revolución y la Guerra son inseparables”, que se anteponía a la “misión” del gobierno republicano de “Primero ganar la guerra.” Las fricciones a este y otros respectos entre los anarquistas y el resto de los republicanos, marcaron un tanto más en el fracaso gubernamental por el control de la situación española. Pero también se inició con estas colectivizaciones la decadencia definitiva de la CNT-FAI, tras su aceptación del principio “Primero ganar la guerra” y la entrada al gobierno de importantes dirigentes que otrora se manifestaran intransigentes con todo Estado. La faísta Federica Montseny –que llegó a ocupar el Ministerio de Sanidad y Asistencia Social en la segunda etapa del gobierno de Francisco Largo Caballero– confesaría este error lamentando la decisión de su movimiento (“ojalá no hubiéramos intervenido y no nos hubiéramos encontrado, histórica e ideológicamente, deshonrados”[1]) pero reconociendo que no quedaba otra opción en las circunstancias en que se desarrollaba la guerra. En cualquier caso, las colectividades anarquistas fueron obra más de los trabajadores ordinarios que de los propios dirigentes (éstos, como bien lo indica el presente sustantivo, sólo se encargaron de guiar y dirigir la euforia revolucionaria popular que estaba espontáneamente enfocada a derribar las barreras de la desigualdad social y de la explotación burguesa). Y fue el contexto bélico el que permitió el surgimiento de las colectividades, así como fue posteriormente este mismo contexto el que, presionando sobre la producción alimenticia, limitaría sus posibilidades económicas. No obstante, la caída final de las colectividades anarquistas no se debió a eventuales fallas en el sistema federativo comunal, sino a la intervención gubernamental y, sobre todo, a la guerra que enfrentó, dentro del mismo bando republicano, a los anarquistas y el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), por un lado, con los comunistas y el gobierno, por el otro. (Como sabemos, el POUM era antiestalinista, lo cual lo enfrentaba con el Partido Comunista Español y sus simpatías regionales.)
La colectivización anarquista se dio en varias regiones de España, con distintas organizaciones y diversos resultados. En Aragón, Levante y Castilla encontramos el mayor número de colectividades agrarias –450, 350 y 300, respectivamente y en aproximación–; en Cataluña, la colectivización fue más bien urbana.
Sin dudas, los casos más notables de colectivización son Aragón –en lo que refiere al campo– y Cataluña –esencialmente en lo urbano. Trataremos de resumir el trabajo de los campesinos y obreros anarquistas centrándonos en una colectividad tipo de Aragón y en la colectivización de industrias de Barcelona.
COLECTIVIZACIÓN EN ARAGÓN: “LA TIERRA A LOS CAMPESINOS”
En Aragón, durante el movimiento de sublevación, las tres capitales (Zaragoza, Teruel, Huesca) fueron dominadas por los nacionales, pero no así la mayor parte de los pueblos y ciudades, que quedaron bajo la influencia anarcosindicalista. Las colectividades, que se comenzaron a formar apenas iniciada la resistencia y gracias a la labor defensiva militar de las fuerzas del cenetista Buenaventura Durruti, llegaron a agrupar en total a aproximados
430.000 campesinos. Por lo general, cada colectividad se demarcaba en los límites de los propios pueblos, lo que permitía mantener las relaciones vecinales tradicionales. A su vez, se había establecido, en octubre de 1936, la creación de un órgano de control regional, el Consejo de Defensa de Aragón, situado en Fraga y presidido por el cenetista Joaquín Ascaso, en cuya presentación se subrayó su carácter económico, social, político y militar basado en la “voluntad, espíritu y aspiraciones del pueblo aragonés” (su misión era establecer un “estatuto modelo” para todas las colectividades de la región[2]). Este Consejo sería legitimado desde el gobierno central en diciembre, al tiempo que su sede se trasladara a Caspe, pero entrarían a formar parte de él dirigentes socialistas, comunistas y republicanos, con lo cual el gobierno y el comunismo iniciarían su intervención anticolectivista en Aragón hasta acabar con el Consejo y las colectividades en agosto de 1937.
Desde los inicios, la colectivización en Aragón fue bien vista por unos y mal vista por otros. En algunos pueblos (como Calanda y Alcañiz), la aceptación del comunismo libertario fue total; pero, en muchos otros, la población se dividió en “colectivistas” (siempre mayoría) e “individualistas”, y no faltaron quienes, al cabo de un tiempo en la colectividad, desertaron y reclamaron sus propiedades individuales. Hay quienes afirman que los individualistas eran forzados a aceptar la colectivización y que, además de ser despojados de sus bienes y tierras, solían ser acusados, por el Consejo de Defensa, de “fascistas” para ser luego ejecutados por las fuerzas policiales cenetistas. Pero estas imputaciones formaban parte, más bien, del accionar propagandístico del Partido Comunista Español y del gobierno, quienes tenían la meta política de aniquilar al único consejo regional autónomo de la República, el Consejo de Aragón.
Sabemos con seguridad que, en un mismo pueblo, convivían sin mayores dificultades “colectivistas” e “individualistas”, y que cuando un campesino de la colectividad deseaba retornar a la producción privada, podía hacerlo sin temer a las “acusaciones” y “torturas” de que hablara el periódico comunista “Frente Rojo.” Por otro lado, sí es cierto que las eufóricas expropiaciones de grandes propiedades en las que el propietario legal se negaba a ceder “por las buenas” a las demandas populares y al movimiento revolucionario colectivista, concluían en violentas acciones y en acusaciones de “fascismo” o “nacionalismo” que quizás no eran fundadas; pero lo común era el respeto al individualista siempre y cuando éste no empleara en sus tierras a trabajadores asalariados. Debido a las dificultades que presentaba para un propietario trabajar por sí solo la tierra, muchos hombres que defendían la propiedad privada terminaron ingresando en las colectividades.
La descripción básica de una colectividad agraria anarquista del tipo que existió en Aragón, sería como sigue: la tierra se divide en sectores que son trabajados por cuadrillas. Cada trabajador es elegido para el puesto que mejor se acomoda a sus capacidades. Las existencias y herramientas para la producción pasan a ser, como la tierra, patrimonio de todos los hombres. Las cuadrillas son organizadas por delegados competentes, que son, a su vez, trabajadores de igual índole que el resto y que no gozan de beneficios extra (y que son elegidos por asambleas generales que se ocupan, además, de determinadas decisiones de interés colectivo). Lo mismo sucede con las fábricas y tiendas, en que los antiguos propietarios que aceptan colectivizar, se convierten en guías y directores, pero perdiendo su sobrebeneficio privado y equiparándose al nivel de los obreros rurales.
El comercio entre pueblos, provincias y regiones no está ausente en el orden colectivista; pero la política monetaria de Aragón dificulta el intercambio: el dinero es en su mayor parte reemplazado por vales que reciben las familias (y que, en casos, terminan siendo confeccionados en unidades de peseta, como un salario normal pero uniforme: “25 pesetas por semana para un productor aislado, 35 para una pareja con un solo trabajador,
4 pesetas de más por cada niño dependiente”[3]; aunque estas cifras varían de pueblo en pueblo) y que son cambiados por productos en las tiendas de la colectividad, enfrentándose al problema del intercambio fuera de zonas colectivizadas (de esto se encarga, pues, un delegado de intercambio, quien utiliza, inevitablemente, dinero español). Las iglesias son convertidas en almacenes, talleres y escuelas (existen muchos casos de violencia desmedida contra sacerdotes y templos). El racionamiento igualitario no deja afuera a maestros y médicos, quienes, como todos, reciben el abastecimiento acordado. En casos, se permite el mantenimiento de granjas privadas para la domesticación de animales. En definitiva, nadie dentro de la colectividad se queda sin alimento. Los servicios como la electricidad, el transporte y la asistencia médica forman parte, también, de la colectivización, y ni los individualistas deben pagar por ellos. A su vez, el Consejo no recauda ni paga al gobierno central impuestos.
La producción agrícola parece haber incrementado con la colectivización en la mayoría de los pueblos aragoneses; una publicación del Ministerio de Agricultura, dada a conocer hacia mediados de 1937, nos demuestra que la producción total de trigo en Aragón aumentó en 270.001 toneladas desde el inicio de las colectivizaciones (sin duda, fue de gran importancia para este logro anarquista, la innovación en cuanto a racionalización de los procesos productivos y en materia de mejoras técnicas e importación de maquinaria). Aquellas colectividades que obtenían ganancias, las derivaban a colectividades con menor suerte.
En definitiva, como afirmara el quizás demasiado optimista Agustín Souchy, “la colectividad es una gran familia que vela por todos.”[4]   Y, como críticamente estimara el historiador inglés Hugh Thomas, estas colectividades “no merecieron ni el desprecio de los comunistas ni la brutalidad de los nacionalistas”[5]; pero así fue. Un interés gubernamental de control total, una concepción   ambigua del comunismo que proclamaba la “revolución burguesa” por sobre la colectivización, y la estocada final del nacionalismo español, fueron los verdugos de una apenas incipiente sociedad en vías de perfeccionamiento que, quizás, de haber perdurado, hubiera significado un distinto modo de vida para toda España, o, quizás, sólo el fracaso reconocido de una exquisita utopía.
AUTOGESTIÓN INDUSTRIAL EN BARCELONA: UNA CIUDAD PROLETARIA
Barcelona, el mejor ejemplo de colectivización urbana, fue sólo parte – aunque importantísima– de un amplio proceso de incautación de empresas que afectó al 70% de las empresas de toda Cataluña. Debido al enorme peso que tenía el anarquismo en la región, la sublevación nacionalista de julio de
1936 fue aplacada, sobre todo, por las enfervorizadas fuerzas anarquistas. Exitosa la defensa de Barcelona, el 21 de julio se fundó el Comité de Milicias Antifascistas, organismo integrado por representantes de los partidos antinacionalistas de Barcelona que tenía la función de dirigir a las incipientes milicias que lucharían contra los nacionales, y de encauzar y organizar la revolución que llevaría a la colectivización (a la autogestión) industrial. La CNT y la FAI eran los movimientos mejor representados en el Comité – también se contaban en él hombres de la UGT (Unión General de Trabajadores), la Esquerra Republicana, el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), Acció Catalana, Unió de Rabassaires y el POUM. Este Comité se convertiría automáticamente en el “gobierno efectivo” de Barcelona y de Cataluña, actuando en alianza con la Generalitat que presidía Lluís Companys, pero imponiéndose a ésta y a los mandatos regionales del gobierno central. En otras palabras, la CNT-FAI tenía el control de Cataluña, y por medio del Comité de Milicias Antifascistas se encargaría de llevar a cabo la revolución en la industria y la vida social catalanas. Finalmente, luego de tantos años de reclamos, los obreros no respondían a un patrón burgués; era ahora el comité obrero el que controlaba la producción y la distribución.
Diego Abad de Santillán[6], faísta miembro del Comité revolucionario, explica:   “Publicamos un bando   a la población dando   las primeras indicaciones de la conducta a seguir. Creamos un servicio de patrullas para cuidar del nuevo orden revolucionario; constituimos un comité especial de abastos para que atendiese en lo posible a las necesidades más urgentes de la situación creada.”[7]
El 2 de agosto de 1936, el gobierno central aprobó las incautaciones de tierras, fábricas, casas y hoteles que habían venido ejecutando   los anarquistas. Pero este furor antiburgués se había convertido ya en una violenta campaña de crimen y destrucción: muchos de los grandes propierarios fueron sin más fusilados, un sinnúmero de bienes fueron robados por el mero interés y la ambición individual, casi todas las iglesias barcelonesas fueron incendiadas, y muchos sacerdotes fueron salvajemente asesinados... Fue tal el vandalismo de unos cuantos obreros y campesinos desaforados, que la CNT-FAI se dedicó   a reprobar estos crímenes acusándolos de “violencia   ilegal”, y considerando a sus ejecutores “elementos amorales que roban y asesinan profesionalmente.”[8] Ciertamente, muchos de estos vándalos eran criminales salidos recientemente de las cárceles, que habían ingresado a un color político aun sin tener ideología. No obstante, se han contado también casos de comunistas que cometían brutales torturas y asesinatos revestidos de anarquistas, para culpar a éstos de los crímenes.
Según se contabiliza, había en la ciudad de Barcelona 350.000 anarquistas. Bajo el control ejecutivo del Comité de Milicias Antifascistas, gran cantidad de industrias y servicios públicos pasaron a ser dirigidos por la CNT, cuyos delegados solían reunirse en las grandes residencias confiscadas. A través del organismo de patrullas de control, el orden colectivista se impuso en la ciudad (las “patrullas de control” parecen haber sido un núcleo de terrorismo anarquista). La colectivización se desarrolló, primeramente, en los servicios públicos (transporte, agua, electricidad, gas, teléfono, asistencia médica) y los comercios. También en cines, teatros, bares, hoteles. La distribución de alimentos fue garantizada de forma colectiva. Las industrias (textil, maderera, metalúrgica, naviera, pesquera) pasaron a ser controladas por el propio proletariado a través de los comités locales de obreros, cuyos miembros eran elegidos por asambleas generales, y seguían, generalmente, las instrucciones de un ingeniero especializado; pero pronto, estos comités se convertirían en nuevos “dueños” de las empresas. Diego Abad de Santillán hace su autocrítica: “En lugar del antiguo propietario, hemos puesto a media docena de nuevos patronos que consideran la fábrica o los medios de transporte por ellos controlados como su propiedad personal, con el inconveniente de que no siempre saben organizarse tan bien como el antiguo dueño.”[9] Las industrias se basaban en una política federativa, por lo cual los comités de empresas solían juntar delegados que discutían los asuntos de interés global.
Los salarios en las empresas siguieron siendo individuales (más elevados que antes, siendo uniformes o jerárquicos, según el caso), y las fábricas debían autofinanciarse para continuar su existencia (cuando escaseó el efectivo para el financiamiento, los gobiernos regional y central no accedieron a ayudar al comité anarquista, siendo ésta una de las principales causas de la subsiguiente integración de los anarquistas en el gobierno, no quedándoles más remedio). Pronto, las industrias de guerra hicieron su aparición, controladas en su mayor parte por la Generalitat, que así comenzaba a intervenir en la Barcelona proletaria. Finalmente, tras la entrada de elementos anarquistas en la Generalitat (27 de septiembre) y la consecuente disolución del Comité de Milicias Antifascistas (1 de octubre), el gobierno catalán decretó la legitimidad de las colectivizaciones llevadas a cabo por la CNT-FAI (24 de octubre). Así, el gobierno se aseguraba el control de la situación catalana, y la CNT iniciaba su declive. Hugh Thomas describe las nuevas disposiciones acordadas entre la Generalitat y los anarquistas: “Mientras que las grandes empresas (o sea, las que empleaban a más de cien trbajadores) y aquellas cuyos propietarios eran «fascistas» serían colectivizadas sin indemnización, las plantas que empleaban de cincuenta hasta cien trabajadores (que en Barcelona de hecho eran la mayoría) sólo serían colectivizadas a petición de las tres cuartas partes de sus trabajadores. Las empresas con número inferior a cincuenta trabajadores sólo podrían ser colectivizadas a petición de su dueño, salvo las destinadas a la producción de materiales relacionados con la guerra. La Generalitat tendría un representante en el consejo de administración de cada fábrica y, en las grandes empresas colectivizadas, designaría al presidente del consejo. La gestión de toda empresa colectivizada correría a cargo de un consejo elegido por los trabajadores, con un mandato de dos años. Y las que estuvieran dedicadas a un mismo sector de producción vendrían coordinadas por uno de los 14 consejos industriales, quienes podrían intervenir, si fuera necesario, en las empresas privadas, a fin de «armonizar la producción».”[10]   Hallamos tres tipos de orden en las industrias “revolucionadas” de Barcelona: las empresas cuyos propietarios permanecían al frente de la misma, asesorando con sus conocimientos, pero siendo un comité obrero el que ejercía el control efectivo; las empresas cuyos propietarios, rechazando la colectivización, eran directamente expulsados y el comité obrero tomaba el mando; y las empresas “socializadas”, esto es, reagrupadas por rama productiva y organizadas en conjunto por un comité obrero. La economía catalana estaba ahora íntegramente colectivizada, pero la producción industrial sufrió igualmente una considerable caída, producto de la escasez de demanda y de materias primas a que la sometía el conflicto bélico y la desconexión con la España dominada por los nacionales.
Concluyendo con el período revolucionario, quizás muy cuestionable en sus logros pero enfocado como ninguno a la equiparación social y al fin de la explotación burguesa, en los albores de 1937, el PSUC y el gobierno catalán atacaron duramente a los comités anarquistas. No tardó en desatarse en mayo una nueva guerra civil: anarquistas y poumistas –que defendían la colectivización industrial y reivindicaban el control obrero– frente a comunistas y republicanos –que impulsaban la industria bélica como meta primera y garantizaban la devolución de las propiedades a los pequeños burgueses. Barcelona se bañó en sangre: 500 muertos y 1.000 heridos. La intervención del gobierno central para “llevar el orden” a Barcelona, concluyó en la “normalización” de la situación. Los anarquistas habían visto reducida su influencia en la política y la industria barcelonesas, y los comunistas habían llegado a la cima del control republicano. Cataluña había perdido su autonomía y, tras la dimisión de Francisco Largo Caballero y el nombramiento de Juan Negrín como jefe del gobierno central (17 de mayo), la FAI denunciaría la “victoria del bloque burgués-comunista”; en adelante, los comunistas serían “los más y los mejores.”[11]   La represión de las colectividades se iría agravando, y las purgas al estilo soviético se cobrarían las vidas de muchos anarquistas, poumistas e, incluso, republicanos. La CNT había renunciado a toda participación gubernamental, pero ya no había espacios para la lucha revolucionaria. La colectivización catalana anarquista había llegado a su fin.
Augusto Gayubas


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